2 de febrero de 2016

Invierno

El invierno cubrió de blanco sus cabellos y lo disimuló con tintes de mercadillo. La piel convirtió sus arrugas de expresión en aterradoras grietas que presagiaban un derrumbe próximo e inevitable. Ella las cubrió con afeites baratos pero abundantes. Las ropas desgastadas apenas le proporcionaban abrigo, mucho menos prestancia. Cada día le costaba más acicalarse, para ganar tiempo renunció, primero, a cepillar cien veces su melena, después se dejó de peinar. Se perfumaba exageradamente con colonia de bebé para contrarrestar el aroma de los años.
Bajó como cada día a sentarse en su banco favorito, al lado del sucio contenedor que la protegía del viento arrasador cuando soplaba desde el norte. El frío le encogía los gastados huesos, le quemaba las embadurnadas mejillas y le cortaba los labios resecos por falta de boca a quien besar.
El banco, ese día, estaba ocupado pero no le importó. Se sentó al lado de un viejo pintor de dedos entumecidos a quien el invierno, hacía ya mucho tiempo, que le impedía pintar. El viento vino a soplar con tanta fuerza que el viejo sombrero de fieltro apolillado salió con gracia de su cabeza cayendo sobre el regazo de la vieja señora. Ella, con temblorosa mano, se lo ofreció dulcemente. Sus ojos cansados de mirar se encontraron a mitad de camino, él viejo sonrió y la primavera reconfortó sus viejas almas. Se tomaron de las manos y el frío invierno se alejó para siempre.