31 de enero de 2014

Tarta de manzana


Desde muy temprana edad a Laura le apasionaba la cocina, le parecía cosa de magia que mezclando ciertos ingredientes en las dosis adecuadas consiguiera platos tan sabrosos y postres maravillosos. Aprendió a combinar alimentos y experimentaba con las especias de todos los colores y sabores, en el transcurso de su vida no perdió jamas esa emoción que la embargaba cuando abría el horno y el olor invadía toda la cocina impregnándola de aromas nuevos y viejos de pura alquimia y descubría que de nuevo la magia había actuado. 
Laura tenía, como toda buena cocinera, un plato estrella: la tarta de manzana. Su tarta conseguía enamorar a cuantos la probaran y la ayudó a prosperar en su trabajo, no había reunión en la que no estuviera la tarta presente en pequeñas raciones dulces y hasta que las personas a las que se debía convencer o engatusar no comiesen no empezaba la exposición de ideas. Siempre funcionaba, bajo los efectos mágicos del dulce nadie se le resistía, nada se le negaba. Laura lo descubrió muy pronto y lo utilizó con amigos, familia, vecinos, compañeros y superiores, todos caían rendidos a sus deseos, enamorados hasta las trancas. Todos menos uno, jamás cocinó para él su tarta especial y por las noches cuando estiraba el brazo y tocaba suavemente el cuerpo cálido de su marido o se acurrucaba apretada contra su pecho y él la abrazaba deslizando suavemente sus largos dedos por su espalda y emitía ese gemido dulce como la miel, ella sonreía porque sabía que él la amaba.
La amaba tanto que guardaba un pequeño secreto porque sabía que la haría infeliz, todas las mañanas de camino al trabajo, entraba a visitar a su madre que le guardaba la ración de tarta de manzana que su nuera le llevaba todas las tardes, era deliciosa.

27 de enero de 2014

Volver



Juan se paró a un lado del camino y se sentó un momento sobre una gran piedra plana para recuperar el aliento perdido. Llevaba andando varios kilómetros, demasiados para su avanzada edad, desde la parada del autobús que no llegaba hasta su aldea.

La emoción le venía embargando desde que se apeó y se percató de que reconocía cada piedra, cada árbol y arbusto, cada recodo del angosto camino que tantas veces recorrió en su juventud. Nada parecía haber cambiado desde aquella lejana mañana cuando abandonó su aldea y a toda su familia, todo seguía igual, inmutable al paso del tiempo, aferrado a su recuerdo y a su corazón, inamovible.
Juan sabía antes de verlo el color de los campos, la disposición de las florecillas silvestre en ese tapiz montañoso e incluso reconoció el rebaño de ovejas del tío Eustaquio paciendo tranquilo a la derecha del camino tras la curva del gran pino cuya corteza herida de corazones que los jóvenes del pueblo tallaban para sus amadas.

La respiración se le cortaba al llegar a la que sabía era la última curva tras la que ya vería las primeras casas, la torre de la iglesia y el corral desvencijado del abuelo Eleuterio.

Cuando Juan partió, hace ya 30 años, sabía que no volvería, huía entonces de la pobreza, de la monotonía de una familia triste, de una esposa que conocía desde la niñez y de unos hijos condenados a llevar la misma vida de todos los hombres de la aldea, el pastoreo o la agricultura, el aburrimiento y después la vejez y la muerte sin aventuras, sin grandes emociones ni grandes alegrías. Se marchó buscando una vida diferente y volvía hoy a morir a su pueblo con los suyos sin haber encontrado nada de lo que buscó.
Era un hombre fracasado que llegaba derrotado y condenado. Que todo estuviera tal cual él lo dejó era una extraña burla del destino que no comprendía, aún recordaba a su mujer y a sus niños de dos y cuatro años despidiéndole agitando las manos en el quicio de su puerta, sonrientes ignorando que sería la última vez que lo vieran.

Dobló la última curva, la redonda como la llamaban todos, y allí estaba el viejo corral del Eleuterio, la vieja torre de la iglesia con sus nidos de cigüeñas y las primeras casas de color blanco recién encaladas. Se sobrecogió un poco y el corazón, herido de vida sin sentido, latió una pizca más fuerte.

Juan caminó lentamente pues la vergüenza pesaba más que los años y vio al Eleuterio fumando su puro a la puerta de la taberna pero pensó que sería el hijo que se parecía al padre y oyó cantar a la Fernanda con su potente voz y pensó que la mente le jugaba una mala pasada y al llegar a su vieja calle se le heló la sangre en las venas. Su esposa y sus niños de dos y cuatro años agitaban las manos sonrientes despidiéndole a la puerta de su casa. Corrió hacia ellos e intentó abrazarles y pedirles perdón pero los niños se agarraron a las faldas de su madre llorando asustados

- Madre, madre ¿Qué quiere este viejo?

23 de enero de 2014

El Capullo



La vida había sido injusta con él.

En su solitario y abandonado lecho de muerte pensó en los hijos que no le quisieron, en la esposa que lo despreció sin valorar jamás su amor, sus besos ni sus abrazos. Pensó en los amigos que no lo admiraron y en los vecinos que no reconocieron su superioridad.

La vida había sido muy injusta.

Nadie admitió jamás que sus logros y posesiones eran mejor que los del resto del mundo, que su viejo coche era de mayor calidad que el flamante coche nuevo de fulanito y su casita mejor que el chalet de menganito.

La vida había sido tan injusta con él.

No vieron que siempre tenía razón, que sus ideas eran las únicas válidas ni que su ideología era la autentica. Nadie compartía sus aficiones.

La vida había sido demasiado injusta con él.

No comprendieron su enojo, su desilusión, su razón ni siquiera sus hijos cuando los echó de casa para poder vivir más cómodamente y en paz, ni sus amigos cuando los despreciaba abiertamente si no reconocían que él y sus cosas eran mejores. No comprendieron que quisiera vivir rodeado solo de quienes lo adulaban y hacían feliz.
Hoy, en su último suspiro recordó a sus hijos, esposa y a sus antiguos amigos y pensó: no merecían la pena, no me supieron querer y hoy muero sólo porque la vida ha sido muy injusta conmigo.

20 de enero de 2014

Retrasada

La primera vez que unos niños la llamaron retrasada lloró amargamente por la carga de odio sin sentido que acompañaba esa palabra tan fea.
María siempre había sido una niña más lenta que el resto, aprendía mucho más despacio, pensaba despacito le decía su mama. María se pasaba horas viendo las gotas de lluvia resbalar por su ventana u observando el vuelo de un insecto, el esqueleto de las hojas y la composición de una flor. Cuando la niña contó el episodio su madre le explicó que tenía el don de ver la belleza de la vida, ella podía ver lo hermoso de una piedra entre millones, de un edificio, una baldosa o una simple rama desnuda en invierno. 
María veía la belleza porque pasaba más despacio por la vida, los que viven deprisa no pueden ver más que la fealdad de todas las cosas cómo esos niños que la insultaban, pobrecitos. 
Desde ese día cuando la llamaban retrasada María los miraba dulce y serena y sentía mucha lástima por ellos, que horror sería verlo todo tan feo.

18 de enero de 2014

El Molino



Los demás edificios del pueblo no querían jugar con él. Lo miraban por encima del hombro y murmuraban a sus espaldas con verdadera mala leche. Todos tenían preciosos tejados de pizarra negra y robustos muros de piedra oscura y señorial. Todos menos el. A él lo construyeron y lo pintaron con cal blanca como la leche, se sentía incómodo de tan diferente, y para rematar le pusieron unos grandes brazos blancos que giraban y giraban cuando hacía viento.

Las casas y los graneros no lo querían ni siquiera conocer, no debía ser buena gente tan blanco y extraño y continuaron sin dirigirle la palabra a pesar de que el molino insistía y los días de viento hasta la iglesia, que estaba sorda como una tapia, oía su triste lamento. Un día, de algún año que no puedo recordar, los edificios supieron que se acercaba al pueblo una marabunta de carcomas hambrientas y voraces, la noticia sembró el terror entre las casas. Las vigas y pilares que las sostenían tan erguidas y elegantes eran de madera noble, la preferida de las carcomas, era su fin, si nadie lo remediaba morirían derrumbadas. En esas estaban entre llantos y lamentos mientras ya se veían en el horizonte los primeros bichos, todas se abrazaban aterradas y unidas. Todas menos uno.

Molino con mucho esfuerzo y dolor consiguió agitar sus largos brazos atrayendo la mirada de las carcomas que, subyugados por el blanco impoluto del edificio se lanzaron sobre el maderamen hasta que no quedó nada. Molino cayó herido de muerte sin un grito, sin un reproche sin un sólo amigo. Los edificios sintieron una enorme vergüenza de si mismos y prometieron dos cosas, no volver a juzgar a nadie por el color de sus paredes y pintarse todos de blanco en honor a molino.



Si en alguno de sus viajes, de repente, se encuentran ustedes un pueblo con las casitas todas blancas quizás y sólo quizás han llegado al pueblo del buen molino.

17 de enero de 2014

Águilas en el viento


Era sólo un payaso


Cuando acabó la función en el Gran Circo los niños siguieron sigilosamente a Laso el payaso hasta su caravana. Lo espiaban por una rendija que quedó entreabierta en la brillante cortina roja que pretendía preservar al payaso de la curiosidad ajena.
Vieron como Laso se desprendía de los abalorios propios de un payaso y esperaron expectantes a que se desmaquillara para ver quien se ocultaba bajo los estridentes colores de su rostro.
Cuando el payaso hubo limpiado su rostro la chiquillería contuvo el aliento, estupefacta. Tras el maquillaje de Laso el payaso no había NADA.