27 de enero de 2014

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Juan se paró a un lado del camino y se sentó un momento sobre una gran piedra plana para recuperar el aliento perdido. Llevaba andando varios kilómetros, demasiados para su avanzada edad, desde la parada del autobús que no llegaba hasta su aldea.

La emoción le venía embargando desde que se apeó y se percató de que reconocía cada piedra, cada árbol y arbusto, cada recodo del angosto camino que tantas veces recorrió en su juventud. Nada parecía haber cambiado desde aquella lejana mañana cuando abandonó su aldea y a toda su familia, todo seguía igual, inmutable al paso del tiempo, aferrado a su recuerdo y a su corazón, inamovible.
Juan sabía antes de verlo el color de los campos, la disposición de las florecillas silvestre en ese tapiz montañoso e incluso reconoció el rebaño de ovejas del tío Eustaquio paciendo tranquilo a la derecha del camino tras la curva del gran pino cuya corteza herida de corazones que los jóvenes del pueblo tallaban para sus amadas.

La respiración se le cortaba al llegar a la que sabía era la última curva tras la que ya vería las primeras casas, la torre de la iglesia y el corral desvencijado del abuelo Eleuterio.

Cuando Juan partió, hace ya 30 años, sabía que no volvería, huía entonces de la pobreza, de la monotonía de una familia triste, de una esposa que conocía desde la niñez y de unos hijos condenados a llevar la misma vida de todos los hombres de la aldea, el pastoreo o la agricultura, el aburrimiento y después la vejez y la muerte sin aventuras, sin grandes emociones ni grandes alegrías. Se marchó buscando una vida diferente y volvía hoy a morir a su pueblo con los suyos sin haber encontrado nada de lo que buscó.
Era un hombre fracasado que llegaba derrotado y condenado. Que todo estuviera tal cual él lo dejó era una extraña burla del destino que no comprendía, aún recordaba a su mujer y a sus niños de dos y cuatro años despidiéndole agitando las manos en el quicio de su puerta, sonrientes ignorando que sería la última vez que lo vieran.

Dobló la última curva, la redonda como la llamaban todos, y allí estaba el viejo corral del Eleuterio, la vieja torre de la iglesia con sus nidos de cigüeñas y las primeras casas de color blanco recién encaladas. Se sobrecogió un poco y el corazón, herido de vida sin sentido, latió una pizca más fuerte.

Juan caminó lentamente pues la vergüenza pesaba más que los años y vio al Eleuterio fumando su puro a la puerta de la taberna pero pensó que sería el hijo que se parecía al padre y oyó cantar a la Fernanda con su potente voz y pensó que la mente le jugaba una mala pasada y al llegar a su vieja calle se le heló la sangre en las venas. Su esposa y sus niños de dos y cuatro años agitaban las manos sonrientes despidiéndole a la puerta de su casa. Corrió hacia ellos e intentó abrazarles y pedirles perdón pero los niños se agarraron a las faldas de su madre llorando asustados

- Madre, madre ¿Qué quiere este viejo?

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