
Laura tenía, como toda buena cocinera, un plato estrella: la tarta de manzana. Su tarta conseguía enamorar a cuantos la probaran y la ayudó a prosperar en su trabajo, no había reunión en la que no estuviera la tarta presente en pequeñas raciones dulces y hasta que las personas a las que se debía convencer o engatusar no comiesen no empezaba la exposición de ideas. Siempre funcionaba, bajo los efectos mágicos del dulce nadie se le resistía, nada se le negaba. Laura lo descubrió muy pronto y lo utilizó con amigos, familia, vecinos, compañeros y superiores, todos caían rendidos a sus deseos, enamorados hasta las trancas. Todos menos uno, jamás cocinó para él su tarta especial y por las noches cuando estiraba el brazo y tocaba suavemente el cuerpo cálido de su marido o se acurrucaba apretada contra su pecho y él la abrazaba deslizando suavemente sus largos dedos por su espalda y emitía ese gemido dulce como la miel, ella sonreía porque sabía que él la amaba.
La amaba tanto que guardaba un pequeño secreto porque sabía que la haría infeliz, todas las mañanas de camino al trabajo, entraba a visitar a su madre que le guardaba la ración de tarta de manzana que su nuera le llevaba todas las tardes, era deliciosa.
La amaba tanto que guardaba un pequeño secreto porque sabía que la haría infeliz, todas las mañanas de camino al trabajo, entraba a visitar a su madre que le guardaba la ración de tarta de manzana que su nuera le llevaba todas las tardes, era deliciosa.
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