18 de enero de 2014

El Molino



Los demás edificios del pueblo no querían jugar con él. Lo miraban por encima del hombro y murmuraban a sus espaldas con verdadera mala leche. Todos tenían preciosos tejados de pizarra negra y robustos muros de piedra oscura y señorial. Todos menos el. A él lo construyeron y lo pintaron con cal blanca como la leche, se sentía incómodo de tan diferente, y para rematar le pusieron unos grandes brazos blancos que giraban y giraban cuando hacía viento.

Las casas y los graneros no lo querían ni siquiera conocer, no debía ser buena gente tan blanco y extraño y continuaron sin dirigirle la palabra a pesar de que el molino insistía y los días de viento hasta la iglesia, que estaba sorda como una tapia, oía su triste lamento. Un día, de algún año que no puedo recordar, los edificios supieron que se acercaba al pueblo una marabunta de carcomas hambrientas y voraces, la noticia sembró el terror entre las casas. Las vigas y pilares que las sostenían tan erguidas y elegantes eran de madera noble, la preferida de las carcomas, era su fin, si nadie lo remediaba morirían derrumbadas. En esas estaban entre llantos y lamentos mientras ya se veían en el horizonte los primeros bichos, todas se abrazaban aterradas y unidas. Todas menos uno.

Molino con mucho esfuerzo y dolor consiguió agitar sus largos brazos atrayendo la mirada de las carcomas que, subyugados por el blanco impoluto del edificio se lanzaron sobre el maderamen hasta que no quedó nada. Molino cayó herido de muerte sin un grito, sin un reproche sin un sólo amigo. Los edificios sintieron una enorme vergüenza de si mismos y prometieron dos cosas, no volver a juzgar a nadie por el color de sus paredes y pintarse todos de blanco en honor a molino.



Si en alguno de sus viajes, de repente, se encuentran ustedes un pueblo con las casitas todas blancas quizás y sólo quizás han llegado al pueblo del buen molino.

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